Per Angeli Castanyer i Fons
(anotació manuscrita per l´autor de l’any:1933[1])
Un cierto sentido de neutralidad irresponsable mueve a la gran mayoría de los críticos españoles a apartar de la biografía de Blasco Ibáñez su acusada condición de hombre público, su gran capacidad política, su fecunda obra revolucionaria. Para muchos que se ven en el caso de enjuiciar su obra, constituye un gran alivio poderse referir casi exclusivamente a su personalidad de novelista por ser esta tan firme y la que ha venido a darle renombre universal. Pero, aun no siendo lícita esta actitud, por tendenciosa e injusta, posiblemente es necesario apartarse de toda predilección en las diferentes facetas de su robusta personalidad, por tantos conceptos admirable, para poder enjuiciar con acierto a esta gran figura del novecentismo; porque es posible también que sea lo más característico en Blasco Ibáñez, lo más personal, aquella pródiga espontaneidad y aquella accidentalidad asombrosa de que quedaron impregnadas todas sus actuaciones públicas, todas sus producciones literarias, accidentalidad determinada en cada momento por los imperativos de índole diversa que arrastraban al insigne republicano en el cumplimiento de su deber cada día renovado y de una disciplina moral a toda hora latente, incentivos de creación inmediata que al fin y al cabo venían a constituirse en nuevas modalidades, siempre fecundas y luminosas, de lo que era ideal perenne de su espíritu y su única razón de ser: la salvación del hombre por la libertad.
Queremos decir con ello que, por sobre el agitador político y el novelista insigne y el orador formidable, Blasco Ibáñez fue, sencillamente, un hombre; un hombre movido por todos los ímpetus de redención humana. Y tuvo que ser Blasco Ibáñez un ciudadano consciente, un hombre civil, una conciencia libre, para constituirse en guión espiritual y brazo señero de aquellas huestes republicanas de Valencia que mantuvieron vivo y tremante el espíritu de rebeldía en horas difíciles para la causa de la libertad. Y tuvo que ser también un furibundo idealista, un espíritu cultivado, para darse a llenar sus horas de calma, y aun, por paradoja, sus momentos de máxima efervescencia política, con aquellas altas producciones literarias que le llevaron a la cumbre de la celebridad. Y tuvo que ser Blasco Ibáñez un alma generosa, llena de fervorosa rebeldía, para saberse encarar al pueblo y llenarle su espíritu de aquellas famosas arengas revolucionarias -oraciones de luz, gritos de fuego, sublimidad y belleza-, que hicieron de un pueblo muerto, de una aldea inmensa, la ciudad consciente que había de ser el centro vindicador de la nueva conciencia civil republicana.
Admiramos, pues, en Blasco Ibáñez, por sobre de todo, su gran potencia espiritual, su formidable disposición anímica para toda gran empresa de liberación; liberación de las almas perdidas en el regato de la esclavitud, de las conciencias deformadas, de los cerebros oscurecidos. Blasco Ibáñez fue un reguero de fe, de hálito de pasión, un gesto viril, que llenó de claridades infinitas la infinita claridad del alma mediterránea. Fue un corazón bravo y generoso que vibraba al unísono de la humanidad doliente y de la razón maltratada. ¿Político formidable? ¿Literato genial? Fue, a través del arte, todo lo que había que ser en aquella época de iniciaciones: fue un hombre, y hubo de ser un hombre de acción, un hombre revolucionario. Y lo que en la biografía de Blasco Ibáñez constituye el índice de su fama -novelas, discursos, conferencias- es todo accidente. Lo fundamental, aquella base empírica de su gran temperamento latino, puesto al servicio de la razón y de la justicia, es lo que ha de quedar como el más firme exponente de su radiante personalidad; personalidad política, literaria…, humana.
Y si no hemos podido hablar del hombre político sin adjudicarle aquel fondo romántico y generoso que hizo de su política, no una acción mesurada, discreta, atenta a los resultados de la táctica más que al logro efectivo del ideal, sino una lucha constante y una continua superación de la conciencia del pueblo, principal objetivo de la causa liberalista, por lo mismo no podríamos hablar del artista sin referirnos también a aquel sentido de la responsabilidad civil de que Blasco Ibáñez impregnó toda la belleza de sus producciones literarias; a aquel modo de ver en la vida, más que en la imaginación, sus creaciones, pero sometiéndolas, generosamente, a los ideales de redención humana, de renovación social por el racionalismo y la cultura. No fue, pues, Blasco Ibáñez, como literato, el orfebre exquisito, el regalado espíritu soñador que expele sus elucubraciones sentimentales en horas de una cierta soledad amable y egoísta. Fue una vez más el hombre, el hombre que hubo de ser novelador por una irrefutable vocación que le llevaba a hacer arte y cartel de sus propios sentimientos y de sus propias ideas, al calor de aquellas ideas fulgurantes de rebeldía y de aquellos profundos sentimientos de generosa asimilación que le deparaba una constante ruta de vidas de miseria, de hondas tragedias reales, que él veía cruzar entre la maravillosa policromía del paisaje de su patria, entre la jocunda fecundidad de su tierra, como la afirmación más llena y el más firme imperativo de aquellos sus hondos ideales redencionistas.
El hombre artista, el genio literato, fue en Blasco Ibáñez una faceta más de aquella potencialidad humana, de aquel hilo de luz bienhechora que en él escapaba por igual del corazón y del cerebro y del músculo, en una armónica conjunción de belleza, de ideal y de sentimiento.
Y he aquí la característica objetiva que toma la obra literaria de Blasco Ibáñez: valencianista y universal. Valencianista, porque su genio exuberante se afirma con más propiedad en aquellas acciones de ambiente valenciano que él liga siempre a un hondo tema universal y realista. Universal porque su gran temperamento mediterráneo se acusa con trazo justo y luminoso en aquellas producciones de ambiente cosmopolita en que el espíritu latino y el modo suyo específicamente valenciano no deja un momento de ofrecerse con luminosidades y ardencias exquisitas.
Y esta admirable dualidad característica de toda su obra, es la única que puede servir de base y fundamento para determinar la influencia de Blasco Ibáñez en la política valenciana, si se tiene en cuenta lo que el espíritu valenciano tiene de consubstancial con ese sentido altruista y esa prodigalidad admirable y ese fondo real pero romántico y soñador en su propia realidad fecunda de que está influenciada toda la persecución artística del valenciano insigne.
Efectivamente, bastarían estas sencillas ideas que hemos ido vertiendo sobre lo que a nuestro juicio constituye la radiante personalidad de Blasco Ibáñez, para entender que no es preciso extendernos demasiado en consideraciones sobre el tema que nos ocupa: Blasco Ibáñez y su influencia social en la política valenciana. Pero, si hasta ahora hemos tratado de demostrar que solo con esta gran figura universal y universalista, influyendo por radiación en el ambiente valenciano, político y cultural, y más directamente en los ámbitos populares, quedaría suficientemente concretada la razón del tema de nuestro estudio, juzgamos también necesario remarcar un punto interesantísimo de las ideas políticas de Blasco Ibáñez, que une y compensa admirablemente todos estos conceptos en que veníamos cimentando su gran significación política junto a la más robusta personalidad literaria; y es, el juicio que Blasco Ibáñez tenía, en relación con nuestro pueblo sobre la idea autonomista.
Blasco Ibáñez se asomó al valencianismo. (1) [AC1]Su gran temperamento pudo presentir que la causa valencianista no era simplemente la elucubración sentimental sino toda una doctrina política enraizada precisamente con aquellos sus ideales de liberación humana. Blasco Ibáñez no pudo negar nunca que el derecho a la autodeterminación política de los pueblos con personalidad histórica era consecuente con los principios de libertad individual. Blasco Ibáñez se asomó al valencianismo; pero su gran intuición política le hizo recoger sin duda del autonomismo estas sencillas conclusiones: que no era posible llevar un pueblo al retorno de su sustantividad nacional para el establecimiento de una nueva organización política, sin antes no haberle aplicado el germen de renovación civil, el ansia de superación por la conciencia libre del individuo, lógica, precisa, indispensable para que el movimiento autonomista del País Valenciano no pudiera derivar nunca de un localismo miserable, ni en un imperialismo ególatra y perturbador.
Blasco Ibáñez se asomó al valencianismo pero se dio perfectamente cuenta de que el valencianismo era también un problema de cultura, de recuperación sustantiva de nuestra personalidad, y que no era posible sustraerse al sentido reaccionario que forzosamente habrían de imprimir a la obra de reconstrucción espiritual los elementos intelectuales llamados a crear la ortodoxia valencianista. Entendió que debía apartarse; que no era suyo contribuir a todo aquello que había de implicar una reacción, por mucho que pudiera y debía justificarse, y dejó hacer a los demás en esta obra callada y prudente, mientras él se ocupaba de lo que entendía primordial desde su punto de vista: despertar la conciencia del pueblo, hacerle libre, seguro de que una vez libre la conciencia, el pueblo no rehusaría el derecho a su autodeterminación política y cultural, el derecho a su autonomía.
Y he aquí que cuando Blasco Ibáñez va a resumir toda una vida de protesta contra un régimen de esclavitud y oprobio, cuando hace estas afirmaciones terminantes, refiriéndose a la posibilidad de gozar su autonomía los pueblos hispanos que se consideren con derechos para recuperarla: “Ojalá en el futuro, toda la Península, desde los Pirineos al Estrecho, del Mediterráneo al Atlántico, sea una confederación de Estados autónomos con vida propia, un conjunto de organismos robustos, en admirable equilibrio, sin sobreponerse unos a otros, que unan para la gloria de una patria común las diversas lenguas, los múltiples caracteres, las variadas crónicas de riqueza histórica, y ostenten, con noble orgullo, su título de “Estados Unidos Hispano-Lusitanos, gran República Federal de Iberia”
He aquí, pues, la pura doctrina autonomista, cuyos principios ya sustentó Blasco Ibáñez en los tiempos de “La Bandera Federal”, y el cauce ideal legitimo por el que un día el País Valenciano pudiera llegar a restablecer su personalidad política, de tan magna ejecutoria en los tiempos de esplendoroso, en que el ejercicio de sus libertades le era reconocido y admirado.
¿Influencia social de Blasco Ibáñez en la política valenciana? Rotunda, definitiva; hasta el extremo que ya no ha de ser posible en mucho tiempo apartar la vista de sus ideas, de su doctrina política, tanto como del conjunto de su personalidad fulgurante. Blasco Ibáñez fue un valenciano típico: racionalista en su formación intelectual, romántico, imaginativo, artista, creador, magnánimo, pasional…, fue un valenciano cien por cien. Y si ha logrado mundializarse precisamente por llegar a la máxima expresión de nuestra sustantividad característica, ¿cómo no ha de influir hasta la medula en el conjunto social de nuestra tierra?
Cuando Valencia ya estaba sumida en ese letargo vergonzoso de los pueblos que han llegado a perder el control de su sensibilidad, Blasco Ibáñez lanzó el grito de superación a todos los ámbitos regionales. Y despertó nuestro país al conjuro mago de su palabra de fuego, que le hacía entrever un porvenir de oro con el sacudimiento de su esclavitud, esclavitud social por la incultura, esclavitud política por el yugo de la monarquía borbónica, vinculada de por siempre por el desconocimiento de sus propias esencias nacionales al espíritu castellano, imperialista y despótico. El monstruo popular despertó a la vida con el afán de derechos políticos y sociales, y con él despertó también todo el conjunto de sus virtudes adormecidas; despertó su alma. El hombre artista puso en pié la conciencia del pueblo, y con ella todas sus fuentes creadoras, todos sus ímpetus vitales; creó el hecho, y creó en él la razón de un derecho que ya no ha podido perderse para la Valencia libre, segura de sus destinos.
Eso ha sido Blasco Ibáñez para Valencia. Esta hermosa sultana del Mediterráneo, dormida a la luz de la cultura griega, solo podía ser despertada a través del arte. Y el alma artista de Blasco Ibáñez comprendió el deber que le estaba reservado. Y fue político, fue hombre de acción, y puso toda la inteligencia y todo su arte a los pies de su amada para que prevaleciera.
¿Influencia social de Blasco Ibáñez en la política valenciana? Única, rotunda, eterna, porque consubstancial al alma valenciana; porque es el alma valenciana misma la que ha radiado sobre el universo al conjuro de su arte, dejando para siempre un principio político incontrovertible; y es, que en Valencia no ha prevalecido ninguna política que no esté enraizada con su propio espíritu liberal y creador, que garantice hasta el máximo la natural expansión del individuo, artista, rebelde, pasional, dinámico, pero propicio a todas las luces de la razón, a todas las superaciones espirituales; abierto, como nuestro mar latino, a todos los aires de la cultura.
[1] Any del trasllat de les cendres de Blasco Ibánez a València des de Toulon, juliol de 1933, amb la presència del president de la Generalitat de Catalunya, Francesc Macià.
AC1] A l´original no hi ha text enganxat a aquest índex.